El general derribó a un ángel
Howard Fast
(1914-2003)
Cuando
desde Vietnam se divulgó la noticia de que Mackenzie, a quien casi todos
llamaban el Viejo Galleta Dura, había derribado de un disparo un ángel, todos
los diarios del mundo rebuscaron en sus archivos los antecedentes y la
biografía de este guerrero aguerrido. No se
trata de que el general Clayborne Mackenzie fuese tan viejo. Apenas había
cumplido sus cincuenta años y tenía mucho vigor y pimienta en sus venas cuando
fue a Vietnam para hacerse cargo del 55o Regimiento de Caballería y sus
doscientos helicópteros; y el sólo verlo sentado en la portezuela abierta de
una cañonera, manejando una ametralladora ligera como el profesional que él
era, y matando cualquier cosa que se movía por debajo (porque nada que se
moviese podía nunca ser bastante para Charlie) había inspirado más de un
hermoso relato colorido. Los
corresponsales se deleitaban destacando el hecho de que Mackenzie era "un
guerrero natural", poseedor, tal como ellos lo expresaban, del
"instinto para matar". En esto tenían mucha razón, pues el material
de varios archivos de diarios lo demostraba. Cuando Mackenzie tenía apenas seis
años, jugando en el fondo de su humilde casa de Carolina del Norte, se ingenió
para matar a un cachorrito golpeándolo hasta quitarle la vida con una piedra,
un extraordinario acto de coraje y perseverancia. Tiempo después pudo hacerse
de dinero para sus gastos menudos matando cachorros y gatitos no deseados, a
razón de cinco centavos cada uno. Tenía una intensa facultad creadora, una de
las cosas que contribuyó a sus posteriores cualidades de conductor de hombres,
y no contento con ahogar los animales, ideó otros cinco métodos para aniquilar
cachorritos que la gente no quería. A los nueve años estaba cazando conejos y
ratas con trampas y había inventado una ratonera portentosa, pero al mismo
tiempo sencilla, especial para topos, que le permitía atraparlos vivos.
Disfrutaba entregando topos y ratones vivos a los gatos de la vecindad, y a
menudo invitaba a sus pequeños compañeros de juego a observar los resultados. A
la edad de doce años el padre le regaló su primer fusil, y desde entonces nadie
que conociese al joven Clayborne Mackenzie dudaba de su carrera futura ni de su
éxito. Luego de su llegada a Vietnam, no hubo misión importante del 55o
Regimiento que el Viejo Galleta Dura no dirigiese en persona. Sólo verlo
disparando continuamente desde su cañonera pasó a ser un símbolo de la “nueva
guerra", y los soldados de tierra lo contemplaban, lo admiraban y lo
aplaudían cuando aparecía. (A veces los aplausos venían con mezcla de otras
cosas, pero todo puede esperarse en la guerra.) Nada amaba más Mackenzie que
una aldea llena de guerrilleros ocultos y traicioneros de Vietnam y cuando
pasaba por una de estas aldeas, de ella quedaba muy poco. Un joven corresponsal
periodístico lo comparó con un "ángel vengador”, y a veces cuando se
solicitaba la presencia de sus helicópteros para ayudar a un grupo de
infantería en penosa situación, ésta era la forma en que él pensaba en sí mismo.
Fue en una de estas oportunidades, en ocasión en que la compañía deinfantes de marina retenía el puesto de avanzada de Queen–to,
que se hallaba en grave aprieto, cuando el hecho ocurrió. El
general Clayborne Mackenzie había encabezado el ataque, disparando a diestra y
siniestra y cayó el ángel, directamente en el campamento de los infantes de
marina. Pasó un rato antes de que ellos comprendieran qué era aquello y
Mackenzie ya había vuelto a la base cuando se recibió la llamada del capitán
Joe Kelly, quien estaba al frente de la unidad de infantes de marina. –General. Señor –dijo el
capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular del teléfono y preguntó qué
demonios querían–, General Mackenzie. Señor; me parecería que usted ha matado
un ángel. –Repítalo, Capitán. –Un ángel, Señor. –¿Un qué? –Un ángel, Señor. –¿Y qué demonios es
exactamente un ángel? –Bueno –respondió Kelly–, yo
no sé exactamente cómo contestar su pregunta, Señor. Un ángel. Uno de los
ángeles de Dios, señor. –¡No se habrá vuelto loco
usted, Capitán? –rugió Mackenzie–. ¿O se le ha dado otra vez por fumar
marihuana? Que Dios me perdone, pero yo previne a todos los fumadores de esa
porquería que si no abandonaban ese vicio los despacharía a todos al infierno. –No, Señor –dijo Kelly serena
y obstinadamente–. Aquí no tenemos marihuana. –Bueno, deme con el teniente
García –gritó Mackenrie. –Habla el teniente García –dijo débilmente la voz de
éste. –Teniente, ¿qué diablos es esto del ángel? –Sí,
general. –¿Sí, qué? –Es un
ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong... bien, Señor, usted sencillamente mató un ángel. –¡Que
Dios se apiade de mí! –exclamó Mackenzie–. Voy a apalear a todos ustedes, los
fumadores de marihuana, por esto que dicen. ¡Pedazo de canalla! Usted tiene
mucha osadía para poner en ridículo a todo un general pero nadie me pone en
ridículo a mí y se libra de un castigo. Recuérdelo bien. Un hecho acerca del Viejo
Galleta Dura era que cuando quería que algo se hiciese, no pedía voluntarios.
Lo hacía él mismo, y así fue como se dirigió a donde estaba su helicóptero y le
dijo al capitán Jerry Gates, el piloto: –Lléveme a aquel campamento de
infantes de marina de Queen–to y póngame directamente a mitad del campamento. –Es empresa arriesgada, General. –Su obligación es manejar ese cachivache y no darme consejos. Veinte minutos después el
helicóptero descendía en el campamento de Oueen– to y, todo un general de
rostro pétreo, se puso frente al capitán Kelly y le dijo: –Ahora supongo que me llevará
a ver ese maldito ángel y que Dios se compadezca de usted si no lo es. Pero lo era; más de seis
metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, de la cabeza a los pies. Los
infantes de marina lo habían tapado con dos pedazos de papel alquitranado, y
era una suerte para ellos que los guerrilleros del Viet Cong hubiesen desistido
de tirarse contra Queen–to, o simplemente decidido no luchar por un tiempo,
pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que los jóvenes podían hacer era
echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de no mirar el enorme cadáver
que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar de eso tampoco: pero a pesar
de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban de dirigir miraditas al bulto y
dos de ellos, que descorrieron el papel de manera que Mackenzie pudiera verlo,
lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general; si había una cosa que no Ie
gustaba, era soldados que llorasen y vivazmente dijo a Kelly: –Sáqueme de aquí a esos dos
maricas en el acto y cuando me mande gente, quiero que sean hombres y no chicos
que se hacen pis encima. Después inspeccionó al ángel y
hasta quedó impresionado. –Es un gran hijo de perra, ¿no es cierto? –Sí, señor. De la cabeza a los
pies tiene seis metros con sesenta centímetros. Lo hemos medido. –¿A qué se debe que crea usted
que es un ángel? –Bueno, eso es lo que es –dijo
Kelly–. Es un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser? El general Mackenzie dio una
vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo que admitir la lógica del
pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objeto era blanco, no del
blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía forma de hombre y estaba
desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de plumas plegadas
debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostro demasiado bello para ser
humano. –De manera que es un ángel –dijo
finalmente Mackenzie. –Sí, señor. –¡Un rábano es! –replicó
Mackenzie–. Lo que yo veo es blanco. Un caucasiano, muerto a causa de heridas
recibidas en el campo de combate. A todo esto, ¿dónde le pegué? –No podemos encontrar las
heridas, señor. –¿Qué es exactamente lo que
ustedes quieren decir con eso de que no encuentran las heridas? Yo no yerro
nunca. Si tiro, pego. –Sí, señor. Pero no podemos
encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muy dura. Pudo haber sido el golpe
contra el suelo lo que lo mató. Acostumbrado a buscar por sí
mismo la verdad de las cosas, Mackenzie recorrió en todo sentido el cadáver,
revisándolo cuidadosamente. No había ninguna herida visible. –Den vuelta al ángel –ordenó
Mackenzie. Kelly, que era un buen
católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo y un ángel muerto
la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo de infantes de marina, y
estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpo gigantesco. Cuando
Mackenzie se quejó de que unas manchas de barro dificultaban su inspección,
ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco de ese lado había heridas. –Esta es una situación
endemoniada –musitó Mackenzie, y si el capitán Kelly y el teniente García hubiesen
estado más familiarizados con el humor del Viejo Galleta Dura, habrían
percibido en su voz un temblor que revelaba incertidumbre. La verdad es que
Mackenzie estaba un poco desconcertado. –De todas maneras –decidió–, está
muerto, así que envuélvanlo y métanlo en el barco. –¿Señor? –¡Maldita sea, Kelly!
¿Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que lo envuelvan y lo pongan en
el barco. Los marinos de Queen–to se
sintieron aliviados cuando vieron que la cañonera de Mackenzie desaparecía en
la distancia, prefiriendo la compañía de individuos vivos del Viet Cong a la de
un ángel muerto, pero el piloto del helicóptero se llevó en su vuelo todas las
preocupaciones propias de un fundamentalista del Sur. –¿Está suficientemente
demostrado que es un ángel, señor? –interrogó mirando al general. –Usted cuídese del camino y
siga manejando el helicóptero, muchacho –le replicó el general. Una hora antes
habría dicho al piloto que no metiese su nariz llena de mocos en cosas que no
le incumbían, pero el ángel tuvo un efecto idiotizante en el idioma del
general. Lo deprimió, y cuando el general de tres estrellas le dijo en el
cuartel general: “¿Pretende decirme, Mackenzie, que usted mató de un disparo a
un ángel?”, Mackenzie pudo solamente afirmar con la cabeza y sentirse abatido. –Bueno, señor, eso quiere
decir que usted está loco. –El cadáver se encuentra junto
a la puerta del hangar F –dijo Mackenzie–. Dejé un guardia para que lo cuide, Señor. El general de dos estrellas
siguió al general de tres estrellas en su andar majestuoso hacia el hangar F,
donde el general de tres estrellas contempló el cadáver, lo empujó con un pie,
lo palpó con un dedo, tocó las plumas, tocó el cabello y después dijo: –¡Dios lo condene al infierno,
Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí? –Sí, Señor. –Tiene un ángel;
eso es lo que el infierno te ha proporcionado. –Sí, Señor. Parecería que así
es. –Que Dios lo maldiga,
Mackenzie. Yo siempre tuve la sensación de que debía ponerme firme de una vez
por todas, en vez de permitir que usted vaya dando vueltas por ahí con esas
cañoneras, matando gente del Viet Cong. ¡Dios todopoderoso! Usted debería ser
un hombre verdadero con sentido común en lugar de un niño idiota que quiere
marcar tantos tirando al blanco y si no hubiese andado por ahí con esa
cañonera, esto no habría ocurrido jamás. ¿Ahora qué diablos tengo yo que hacer?
Los periodistas que nos vigilan durante la guerra son de lo más cretino que
hay. ¿Cómo voy a explicarles que tenemos un ángel muerto? –Tal vez no lo expliquemos,
señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esa maldita cosa está muerta,
¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacen los soldados; entierran a sus
muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante. –De modo que, bueno. Lo
enterramos. ¿No Mackenzie? –Sí, Señor. Lo enterramos. –Usted es un asno, Mackenzie.¿Cuánto tiempo ha pasado sin que alguien le diga eso mismo? Eso es lo malo que
tiene ser general en este maldito ejército, nadie le dice a nadie lo asno que
es. Usted tiene dignidad. –No, Señor. Usted no es justo, Señor –protestó Mackenzie–. –Estoy tratando de ayudar. Procuro tener iniciativa
en esta difícil situación. –Por tener iniciativa,
Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí Señor, General, eso es lo que le dan.
Todos los infantes de marina en Queen–to saben que usted tiró contra un ángel,
lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de su helicóptero y la tripulación,
lo cual quiere decir que en este momento lo sabe todo el mundo en esta base,
porque cualquier cosa que aquí ocurre, el último que se entera soy yo; y esos
babiecas de reporteros que están en la base ya lo saben, para no mencionar a
los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo! ¡Que Dios le conserve la
inocencia! El general de tres estrellas
se llamaba Drummond, y cuando volvió a su oficina su ayudante le dijo nervioso: –General Drummond: hay una
comisión de capellanes, señor, que insisten en verlo y están muy interesados en
no sé qué cosa, y sé lo que usted siente por los capellanes: pero esto parece
ser un caso especial y creo que debería verlos. –Los atenderé –dijo suspirando
el general Drummond. Eran cuatro capellanes, un
cura católico, un rabino, un episcopaliano y un luterano. Los capellanes
metodista, bautista y presbiteriano habían querido participar de la delegación,
pero el cura, que era paulista, dijo que si iban a tomar parte cinco
protestantes, él quería como refuerzo un jesuita, mientras que el rabino, que
era reformista, convino que contra cuatro protestantes el rabino ortodoxo
debería hacer causa común con el jesuita. Consecuencia de ello fue una
transacción, y se pusieron de acuerdo en permitir que el cura, padre Peter
O'Malley, hablase en nombre de todos. El padre O'Malley fue directamente al
asunto: –Según nuestros datos, General, el General Mackenzie ha derribado a uno de los sagrados ángeles de
Dios. ¿Es así o no? –Me temo que es así –admitió
Drummond. Siguió
un largo silencio mientras el clero acopiaba su ingenio, su fe, su coraje y su
asombro y entonces el padre O'Malley preguntó con voz lenta y siniestra: –¿Y
qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tiene
cadáver? –Tiene
cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún, es tan grande como un elefante joven:
seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia, tendido en el
hangar F. El
padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a sus colegas
protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino para preguntarle: –¿Cuál
es su idea, rabino Bernstein? Dado
que el rabino Bernstein representaba la fe más antigua que se ocupaba de
ángeles, los demás se avinieron a respetar su idea. –Creo
que debemos verlo inmediatamente –dijo el rabino. –Estoy de acuerdo –dijo el
padre O'Malley. Los
demás clérigos se manifestaron conformes y todos se dirigieron al hangar F,
viaje que no dejó de tener su dificultad, pues a esta altura los periodistas
habían concentrado su atención en el suceso y el general y los sacerdotes
tuvieron que soportar una especie de reto de preguntas implorantes mientras avanzaban
a pie en dirección al hangar. Allí los guardias prohibieron la entrada a los
periodistas y los clérigos penetraron junto con el general Drummond y el
general Mackenzie y otra media docena de oficiales del Estado Mayor. El ángel
estaba destapado y los hombres formaron un círculo alrededor de aquel objeto
grande y bello y luego, durante cinco minutos, guardaron silencio. Este
silencio fue interrumpido por el padre O'Malley:–Que Dios nos perdone –dijo. Dijeron
a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmente Whitcomb,
el episcopaliano, dijo: –Puede
concebirse que sea un fenómeno natural. El
padre O'Malley lo contempló sin decir palabra y el rabino Bernstein suavizó el
impacto formulando la observación de que aún Dios y sus ángeles sagrados podía
considerarse que no son independientes de la Naturaleza. Al oír esto, el pastor
Yager, el luterano, se opuso a un punto de vista tan ateístico en un momento
como aquél, y el padre O'Malley replicó: –¡Ya
está el demonio con sus insensateces teológicas! El hecho sencillo de todo esto
es que nos hallamos frente a uno de los ángeles sagrados de Dios, que nosotros,
en nuestra manera animaloide de pecar, hemos asesinado. ¡Cuánta penitencia
deberemos cumplir es lo que ahora interesa saber! –Penitencia
es su especialidad, caballeros –dijo el general Drummond–. Yo tengo aquí un
problema de guerra, de periodismo y de cadáver. –El
cadáver, como usted lo llama –replicó el padre O'Malley– debe evidentemente ser
enviado al Vaticano... inmediatamente, si quiere que le dé mi opinión. –¡Oh,
oh! –dijo riéndose fuertemente Whitcomb–. ¡El Vaticano! No hay discusión, no
hay intercambio de opiniones... Ah, no, embarcarlo directamente al Vaticano,
donde lo escondan en algún calabozo secreto junto con otras evidencias del
divino favor de Dios... –¡Vamos,
vamos! –dijo queriendo aplacarlos el rabino Bernstein–. Somos testigos de algo
inmenso y sacrosanto, y no deberíamos discutir el sitio que le conviene a esta
criatura de Dios. Yo creo evidente que su lugar es Jerusalén. Mientras
se desenvolvía enconadamente esta discusión teológica, se le ocurrió al general
Clayborne Mackenzie que sus propios puentes necesitaban reparación y se detuvo
afuera en el lugar en que la prensa (acrecentada ahora por casi todos los periodistas
del Vietnam) esperaba, y por supuesto, todos lo asaltaron. –¿Es
verdad, general? –¿Qué
cosa es verdad? –¿Derribó
usted a un ángel de un disparo? –Sí,
lo derribé –manifestó sin dilación el viejo guerrero. –Por
amor de Dios, ¿por qué lo hizo? –preguntó una fotógrafa. –Fue
un error –dijo modestamente el Viejo Galleta Dura. –¿Quiere
usted decir que no lo vio? –preguntó otra voz. –No, Señor. Periférico, si usted entiende lo que quiero decir.Estaba
en la cañonera ametrallando vietnamitas y... ¡pum! Allí apareció. Los
periodistas eran escépticos. Siguió una docena de preguntas, todas en cuanto a
la forma en que se dió cuenta de que era un ángel. –Usted
no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro –dijo
Mackenzie–. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opinión
profesional. Interiormente,
la opinión profesional estaba dividida e indignada. Todos convenían en que el
ángel era una señal, pero saber qué clase de señal era asunto muy distinto. El
pastor Yager sostenía que era señal de paz y exigía un inmediato cese al
fuego. Sin embargo, Whitcomb, el episcopaliano, sostenía que era simplemente
una condenación por la matanza indiscriminada, mientras el rabino y el cura
decían que era una señal... y punto aparte. Drummond dijo que más temprano o
más tarde debería permitirse que los periodistas entrasen y que no se podía
prohibir al personal de los canales que transmitiesen por televisión al ángel
muerto. Whitcomb y el rabino se manifestaron conformes. O'Malley
y Yager pusieron objeciones. El general Robert L. Robert. del Cuerpo de
Ingenieros, llegó con información secreta, en el sentido de que todo aquello
era un ardid de los rusos y que el ángel era un robot; pero cuando trataron de
cortar la carne para ver si el ángel sangraba o no, la piel resultó
impenetrable. En
aquel instante el ángel se agitó, apenas una insignificancia, pero lo bastante
para que los clérigos y los uniformados reunidos en torno retrocediesen de un
salto para dejarle mas lugar, pues aquella forma gigantesca de seis metros con
sesenta centímetros y un peso mayor de media tonelada era una cosa estando
muerta y otra enteramente diferente viva. Los bíceps del ángel eran tan gruesos
como un cuerpo de hombre, y su enorme y bella cabeza estaba montada en un
cuello de casi un metro de diámetro. Aun los propios clérigos tenían tan
confusos sus conocimientos de angelología que de ninguna manera podían precisar
si un ángel se ofendería de que lo matasen a tiros. Al agitarse por segunda
vez, los hombres que lo rodeaban se corrieron más atrás aún y algunos de los
uniformados aflojaron sus armas, que llevaban al costado. –Si
esta criatura sagrada está viva –opinó valientemente el rabino Bernstein–,
entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor y
perdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley? Así
fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblemente
indecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo: –Sin
duda. Oh, sí. –¿Cómo
cuernos lo sabe? –preguntó el general Drummond, aflojándose su arma–. Esa cosa
que ve ahí tiene la fuerza de una topadora. Temeroso
de que lo venciera una combinación formada por el católico y el judío, Whitcomb
avanzó decididamente y se plantó frente a Drummond, diciendo: –Esa "cosa",
como usted lo llama, Señor, es un ángel bendito del Todopoderoso y usted
debería cuidar más su alma inmortal que el arma. A lo
cual. Drummond contestó gritando: –¿A quién cuernos cree usted que está
hablando, señor... tan sólo... En
aquel momento el ángel se incorporó y los hombres que lo rodeaban se retiraron
de otro salto para ensanchar el círculo. Varios extrajeron las armas; otros
susurraron las plegarias que acertaron a recordar. El ángel, cuyos ojos eran
tan azules como el cielo en Vietnam cuando no sopla el monzón y brilla el sol a
través del aire limpio, no les prestó mayor atención al principio. Desplegó un
ala y luego la otra, y sus grandes alas casi llenaron por completo el hangar.
Hizo flexión con un brazo y luego con el otro y se irguió. De
pie, miró fugazmente en su torno, llevando la vista de sus ojos azules de uno a
otro y, al no encontrar lo que buscaba, caminó hacia las grandes puertasdeslizantes del hangar F y las abrió con un solo
movimiento. Con chasquido de reguladores de acero y rechinar de engranajes, las
hojas de la puerta se abrieron, mostrando a la muchedumbre de periodistas,
oficiales, soldados y civiles allí congregados, la potente y brillante figura
del ángel con sus seis metros sesenta centímetros de alto. Ninguno
se movió. El espectáculo del ángel, agachado levemente hacia adelante, sus
espléndidas alas desplegadas a medias, no para el vuelo, sino equilibrándose,
los mantuvo hipnóticamente fijos, y el ángel movió sus ojos, paseando su vista
de rostro en rostro, hasta finalmente encontrar lo que buscaba, que no era otro
que el Viejo Galleta Dura. Al
igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamar
"el momento de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están
cara a cara, con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras
la muchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcados de
esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta que éste
se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra. El
ángel miró detenidamente y con dureza a Mackenzie y después suspiró y meneó de
lado a lado la cabeza. La muchedumbre se retiró para dejar más lugar al ángel
en el momento en que éste pasaba junto a Mackenzie y empezaba a recorrer el
campo, donde, directamente en mitad de la aeropista número 1, extendió sus alas
poderosas y despegó, en la forma en que un águila salta del sitio en que está
encaramada para volar hacia el cielo, o, tal como algunos reporteros lo
expresaron, de la manera en que una paloma vuela dulcemente.
Un señor muy viejo con unas alas enormes Gabriel García Márquez (Aracata, Colombia 1927-2014)
Al tercer día de lluvia habían matado
tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio
anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste
desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas
de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido
en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que
cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le
costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio.
Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba
tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía
levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella
pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole
compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y
muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron
a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena
voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—.
Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la
lluvia.
Al día siguiente todo el
mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.
Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido
corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la
cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras
del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media
noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos.
Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se
sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y
provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario
frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole
cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó
antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples
pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero,
suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas
las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental
para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se
hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había
sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo,
y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón
de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas
absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas,
entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los
madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos
de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el
gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía
saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado
humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado
de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres,
y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de
los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a
los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio
tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a
los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para
determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían
serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a
su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el
veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en
corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez,
que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron
que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a
punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer
basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta
de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso
porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca
de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los
números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las
estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas
que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel
desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban
felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los
dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que
no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas
de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al
principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la
sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero
él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le
llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que
terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos,
cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con
ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que
se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron
alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y
dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo
lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos
creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces
se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no
era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se
enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El
tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto
tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un
alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de
parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del
párroco.
Sucedió que por esos
días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en
araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos
que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de
preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de
modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula
espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero
lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con
que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el
bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso
abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de
azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne
molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante
espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía
que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se
dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían
al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró
la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo
andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le
nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más
bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación
del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así
como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo
volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no
tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de
dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se
metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas
para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y
muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas
en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de
mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la
pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba
volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar,
se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron
olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara
los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas
podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con
el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una
mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo
tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al
ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones,
que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo,
fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo
completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los
otros hombres.
Cuando el niño fue a la
escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo
sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo
encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que
llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la
casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia
vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de
anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los
horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas.
Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el
cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en
que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina
sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo
sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles.
Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie
lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas
plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un
nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos
cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por
la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo
a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar
altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo
vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con
un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar
la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera
ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario
en el horizonte del mar.
Mi primer contacto con "las luchas" fue como el de todos los chiquillos de mi generación, por la tele. Y luego de que las prohibieran por la tele, pues por el cine. Dejaron de pasar por la televisión porque, según cuenta el rumor y casi leyenda urbana, un niño se mató haciendo un lance en casa tratando de imitar a los "amos del pancracio".
Por cierto, esta retórica épica de las luchas que alude a los luchadores como si fueran dioses o semidioses se le debe a El Mago Septién. Aún hay algunas películas de El Santo donde podemos disfrutar de su culta crónica. Aquí El Mago narrando una lucha en El Hijo de Huracán Ramírez.
Les recomiendo éste blog.
Mi héroe de infancia, desde luego 'El Santo, el enmascarado de plata'. Una vez 'El Santo' dió una exhibición para pubicitar un fraccionamiento llamado Ojo de Agua, por allá por los rumbos de Ecatepec o algo así. Me llevó mi padre y el lugar estaba abarrotado. Logré ver a mi ídolo gracias a que mi padre me llevaba sobre sus hombros, "de a caballito". Cuando 'El Santo' terminó su exhibición caminó entre la multitud abriendose paso entre los fanáticos que lo saludaban y querían tocarlo y saludarlo... y de pronto, 'El Santo' me miró, y me dió unas palmaditas en el cachete. No recuerdo nada más. Creo que estuve en extasis por un buen rato, y a juzgar por la cara de felicidad que pone mi viejo cuando se acuerda del momento, yo debí haberme sentido más que realizado a mis cinco años.
El SantoÍdolo de mi infancia
Aunque luego, ya mis héroes fueron otros
Blue Demon, por ejemplo...
Blue Demon empezó a ser mi héroe a partir de haber leído una biografía que editara Editorial Clío. Blue Demon fue un verdadero caballero, chapado a la antigua: si no han leído esa bio, léanla: recomandabilísima.
...
En 1974 mi familia se mudó a Ciudad Neza. La iglesia del rumbo en ese entonces era una capillita con láminas de asbesto consagrada a La Vírgen de Guadalupe, y terminó llamándose La Lupita porque así le decía toda la gente. La Lupita, como todas las edificaciones fundadoras de Ciudad Neza en épocas de lluvia terminaba rodeada por una laguna y era necesario acceder a ella a través de puentes improvisados hechos de tablones, piedras y tabiques. La Lupita contaba con un dispensario médico que daba consultas gratis antes de que se edificaran las primeras clínicas del IMSS. Tanto el dispensario como la capilla se sostenían con las limosnas y los donativos del vecindario. Pero hubo un día en que la Lupita recibió un buen empujón, y pasó a ser de capilla a iglesia: un padre comenzó a construir la iglesia que imita en su forma a la Basílica de Guadalupe, pero los donativos dejaron de fluir, el padre fue cambiado de iglesia y la obra se detuvo hasta que llegó un nuevo cura que le dió un buen empujón y terminó la obra: el artífice de este "cúlmine" fue un padre jesuíta catalán: el Padre Aníbal. Lo de jesuíta catalán lo deduzco ahora ya adulto que conozco como operan los jesuítas con el pueblo llano y porque en el acento de los catalanes recuerdo al Padre Aníbal.
Lo primero que me gustaba del Padre Aníbal era su nombre: Aníbal, como el luchador. Lo segundo que me gustaba de Aníbal es que corría a las pinches ratas de iglesia que se la pasaban rezando y chismorreando. "¿Qué haces aquí, mujer? ¡Ya deja de rezar y vete a tu casa a atender a tu marido!". Es el único cura que recuerdo que vivió en el dispensario, no se veía que se clavara las limosnas y siempre estaba chambeando, incluso se le llegó a ver barriendo La Lupita en mangas de camisa. El Padre Aníbal tocaba el acordeón y cantaba. Era un tipazo el Padre Aníbal.
Ahora, volviendo al tema:
¿Con qué dinero logró el Padre Aníbal terminar La Lupita?
Organizando funciones de Lucha Libre.
En aquel tiempo mucha gente asistía a un gimnasio que se llama Azteca Budokan a entrenarse para luchador, y eventualmente el mismo Azteca Budokan organiza funciones de luchas los domingos. Los vecinos de La Lupita que entrenaban en ese establo se ofrecieron a dar las funciones de lucha libre en beneficio de La Lupita. Los albañiles de la obra construyeron el ring con tarimas para la cimbra, polines, tablones y mecate grueso. Alguien donó una lona raída, toda parchada, y vámonos... ¡a darse de costalazos todos los domingos!
Las Luchas de La Lupita se convirtieron en un ritual dominical ineludible. Mi madre nos daba morralla para que entre caída y caída aventáramos monedas al ring, y el sacristán recogía las "limosnas" en un bote. Aquello era de pocamadre. A meternos con los rudos, a mentarles la madre, a echarle porras al ídolo, y si se puede ayudale a ganar aventándole cosas al contrincante. No recuerdo que las cosas se hayan salido de control, salvo dos o tres ocasiones que los luchadores sí llegaban a calentarse y se empezaban a surtir de a de veras, las luchas siempre transurrieron en la normalidad de un teatro popular, bravero y catártico. El dispensario médico de La Lupita servía de vestidores y de hospital de primeros auxilios para los luchadores.
Uno de los ídolos, el mas popular era El Águila Dorada, un vato técnico de físico muy bien cuidado que gustaba mucho de los lances aéreos. No sé cómo se pondrían de acuerdo para los rollos de ver quién perdía las máscaras o las cabelleras, pero e chiste es que un día sucedió lo trágico: desde luego con marrullerías, el archienemigo de El Águila, aprovechandose de una madriza propinada al héroe con la venia de un referi alcahuete, le quitó la máscara sin importarle que lo descalificaran. La tragedia, y también la revelación... El Águila, nuestro ídolo trabajaba en una de las carnicerías del mercado. Sí, por un lado se rompió el encanto, eso es cierto: un mortal elevado a semidiós gracias a la identidad mítica que le proporcionaba la máscara, resultó ser un simple mortal: literalmente "un hijo de vecina". Pero pasado el shock se le perdonó al gladiador ser un simple carnicero. El Águila siguió luchando, pero sin máscara. Le pasó un poco como a 'Dos Caras', después de todo sin máscara tampoco era antipático.
Todos los días, saliendo de la primaria, con unos amigos pasabamos camino a casa atravesando el mercado. En la tortillería pedíamos una tortilla: qué eran tres tortilas para tres niños? Luego íbamos a la verdulería y pedíamos una hojita de pápalo, luego con el chicharronero y le taloneábamos unos cachitos de chicharrón. Al final con el taquero y le pedíamos salsa y salíamos con unos tacotes placeros bien surtidos... de puro talón! Durante esos días que El Águila recién había perdido la máscara, pasábamos a la carnicería y le gritábamos al carnicero: '¡Águila!'... y el carnicero nos saludaba o nos sonreía mientras despachaba los bisteces. Salíamos bien orgullosos con nuestros tacos: ¡No mames, me saludó El Águila! Con el tiempo volvió la cotidianeidad. Ya no era tan emocionante saludar a El Águila, y yo creo que también a él ya le estaba cagando que no lo dejáramos trabajar porque las últimas veces ya ni pelaba cuando le gritábamos: '¡Águila!'...
Al paso de un par de años se terminó de construir La Lupita. Para entonces ya el ring era de herrería y los costalazos ya se oían machín, no bofos como sobre las tarimas de cimbra. Tampoco había que suspender las luchas por los ventarrones que desataban verdaderas tormentas de arena... o bueno: sí, de vez en cuando... el chiste es que el atrio de La Lupita que alojaba al ring ya era de cemento y no de terracería. Se quisieron continuar las luchas, pero empezaron a hacerse las envidias. Terminada la obra, ya no había razón de aportar el dinero entre caída y caída, y antes de que comenzaran las suspicacias de que quién se queda con esa feria y qué se yo, el ring se desmanteló. No volvieron a haber luchas en La Lupita. El Padre Aníbal fue cambiado a otra iglesia. Y hoy todo aquello es recuerdo.
...
Nunca he ido a las Luchas en la Arena Neza. Los que sí iban fueron mis hermanos con su padrino Joaquín, que gustaba de llenar la camioneta de escuincles los domingos y lanzarse a mentarle la madre a los rudos con toda la chamacada. En ese entonces ya las luchas no me interesaban, prefería ir a buscar libros viejos al tianguis dominical de San Juan.
...
El tercer contacto con las luchas lo tuve en MTY, cuando estuve en el Studio F. Fuimos un par de veces a un estacionamiento ubicado en el Barrio Antiguo que se improvisaba como arena los fines de semana. Estaba chido porque además nos dejaban chelear. Al principio como que se sacaban de onda porque me levantaba a hacerla de pedo a los luchadores, pero ps de eso se trata, de formar parte del show. Las Luchas son teatro popular: el público también es un actor, y si el que está en el escenario no sabe domar al público, mal por él. Es como ir a la carpa y no intentar alburear al cómico o decirle guarradas a la bailarina... un día les contaré sobre el desaparecido Teatro Colonial, en Garibaldi.
En ese lugar, en el estacionamiento de MTY, conocí a 'Lola, La Sarapera', de Saltillo desde luego. Y a 'Diana, La Cazadora', que no estaba nada mal la canija: sí se antojaba echarse unas llaves con ella: "¡Aplícame el martinete, mamazota!"... una vez había unos transexuales en el público, y uno de ellos se la pasaba chingando al referi, de puto no lo bajaba. En una de esas el referi le dice: ¡Ya cállate, cabrón o bajo a agarrarte las chiches!... ¡pues órale!, le dice el puto y que se abre la camisa enseñando las chiches. No, pues el referi ya se iba bajando del ring cuando de pronto una de las luchadoras le surte un sillazo al cabrón. Todo el público: órale, pinche vieja: por qué le pegas?, y entonces la luchadora le grita al puto señalando al referi: ¡No mames, este buey es mi viejo!. Carcajada generalizada.
Nunca me agarré a putazos con un luchador, y no pienso hacerlo. Sí están pesados y como sea, sí entrenan: de un manazo sí me andan desgüilando, aunque sea de broma. De hecho, muchos de ellos tienen chambas de guaruras o golpeadores. O bueno, al menos eso he oído. Hay un café en la Colonia Juárez del que fuí asiduo por muchos años: el café de Gabi's. Allí iban a tomar café El Solar, el dueño de la tortería 'El Cuadrilátero', y el Coloso Colosetti, y de vez en cuando el Super Muñeco, y cuentan los chismes de café que el Colosetti era rompehuelgas cuando se armaron los chingadazos en la Tornell. En las Islas Marías había un vato que estaba por homicidio, mató a puñetazo limpio a un cabrón y entrenaba lucha libre, si bien no era luchador profesional. Escribió un cuento bien chingón donde un luchador llega a las Islas Marías y en el relato va intercalando escenas del homicidio. Le dije que me dejara adaptarlo a comic, pero el cabrón quería que le pagara derechos y no sé qué... nah, mejor me hice pendejo y preferí no volver a tocar el tema. No sé... la gente ve mi trabajo y piensa que me estoy haciendo rico... si supiera.
Ahí sí hay historias de luchadores que me gustaría contar.
¿Vieron The Wrestler?
Pues una así...
pero con luchadores en el contexto mexicano.
Relatos del lumpenaje.
Con Guillermo Del Toro me iba a aventar un comic: Plata, pero el proyecto se enfrió y la cosa quedó en el tintero. Alcancé a hacer un par de láminas y como el Memo no me escribía nada le hice un plot...
La historia se sitúa en el Centro Histórico, y como ahí hay dos edificios que se ma hacen interesantes, un Salón del SNTE al lado de la Plaza Santo Domingo, la misma plaza con todo y su Palacio de la Inquisición y el mismo SNTE, pues puse que el enemigo eran una secta de vampiros que quieren recuperar el culto a Huitzilopochtli. Adivinaron, la jefa del culto sería Elba Ester Gordillo que al beber sangre se convierte en un culo de escuincla. El encargado de desmadrar tal cosnpiración sería... Plata.
Quedaría de huevos que fuera El Santo, pero pues... tengo entendido que El Hijo del Santo es como los familiares de Pedro Infante: se ponen exhorbitantes a la hora de cobrar CopyRights, y también tengo entendido que así es como acabó enlatada Adiós, Adiós Ídolo Mío, de José Buil y para su segunda cinta se tuvo que conformar coninventar a El Ángel Dorado, para Leyenda de una Máscara.
Es lo malo cuando todo se quiere medir en varo y pierde uno piso.
Y ya que andamos cinéfilos. Les recomiendo el documental español
Tres Caídas
Formidable. Allí aparece Fray Tormenta, [1], [2], [3]que bien merece una muy buena biografía antes de que se muera. De su orfanato salieron Mísitco y El Sagrado.
Nunca fuí a las Luchas en la Arena Neza.
A veces me gustaría ir... pero me da hueva:
esas cosas ya las viví de chavo.
Pero llevaría a mis hijos, si los tuviera.
Por cierto, ya que mencioné niños:
El Cuadrilátero es una tortería que se haya en Luis Moya y su propietario es Super Astro. Se pone muy animado el día del niño, pies le caen los cuates de la CMLL con El Solar a tomarse fotos con el escuinclerío. Las tortas no son la gran chingadera, están bien, pero hasta ahí. La nota se la lleva la torta "Gladiador", que quien se coma una no la paga; pro de ahí en fuera... en realidad el encanto del sitio es que es un lugar de luchadores. Visítenlo el 30 de abril.
Y como nota cultural. Las luchas parece que son un fenómeno generalizado en América Latina. En Chile y parece que en todos los países andinos le llaman el Cachacascán, corrupción de 'Catch As You Can'. Como que fue una onda que estos protopromotores gringos que andaban de feria en feria con luchadores y boxeadores como atractivo de carpa. Sin embargo hay que reconocer aunque que el sincretismo adquirido en México es muy atractivo, sobre todo por la adopción y el culto a las máscaras, solamente superado en rareza por su variante boliviana.