16.4.14

El general derribó a un ángel

El general derribó a un ángel
Howard Fast
(1914-2003)
Cuando desde Vietnam se divulgó la noticia de que Mackenzie, a quien casi todos llamaban el Viejo Galleta Dura, había derribado de un disparo un ángel, todos los diarios del mundo rebuscaron en sus archivos los antecedentes y la biografía de este guerrero aguerrido.
           
No se trata de que el general Clayborne Mackenzie fuese tan viejo. Apenas había cumplido sus cincuenta años y tenía mucho vigor y pimienta en sus venas cuando fue a Vietnam para hacerse cargo del 55o Regimiento de Caballería y sus doscientos helicópteros; y el sólo verlo sentado en la portezuela abierta de una cañonera, manejando una ametralladora ligera como el profesional que él era, y matando cualquier cosa que se movía por debajo (porque nada que se moviese podía nunca ser bastante para Charlie) había inspirado más de un hermoso relato colorido.
           
Los corresponsales se deleitaban destacando el hecho de que Mackenzie era "un guerrero natural", poseedor, tal como ellos lo expresaban, del "instinto para matar". En esto tenían mucha razón, pues el material de varios archivos de diarios lo demostraba. Cuando Mackenzie tenía apenas seis años, jugando en el fondo de su humilde casa de Carolina del Norte, se ingenió para matar a un cachorrito golpeándolo hasta quitarle la vida con una piedra, un extraordinario acto de coraje y perseverancia. Tiempo después pudo hacerse de dinero para sus gastos menudos matando cachorros y gatitos no deseados, a razón de cinco centavos cada uno. Tenía una intensa facultad creadora, una de las cosas que contribuyó a sus posteriores cualidades de conductor de hombres, y no contento con ahogar los animales, ideó otros cinco métodos para aniquilar cachorritos que la gente no quería. A los nueve años estaba cazando conejos y ratas con trampas y había inventado una ratonera portentosa, pero al mismo tiempo sencilla, especial para topos, que le permitía atraparlos vivos. Disfrutaba entregando topos y ratones vivos a los gatos de la vecindad, y a menudo invitaba a sus pequeños compañeros de juego a observar los resultados. A la edad de doce años el padre le regaló su primer fusil, y desde entonces nadie que conociese al joven Clayborne Mackenzie dudaba de su carrera futura ni de su éxito. Luego de su llegada a Vietnam, no hubo misión importante del 55o Regimiento que el Viejo Galleta Dura no dirigiese en persona. Sólo verlo disparando continuamente desde su cañonera pasó a ser un símbolo de la “nueva guerra", y los soldados de tierra lo contemplaban, lo admiraban y lo aplaudían cuando aparecía. (A veces los aplausos venían con mezcla de otras cosas, pero todo puede esperarse en la guerra.) Nada amaba más Mackenzie que una aldea llena de guerrilleros ocultos y traicioneros de Vietnam y cuando pasaba por una de estas aldeas, de ella quedaba muy poco. Un joven corresponsal periodístico lo comparó con un "ángel vengador”, y a veces cuando se solicitaba la presencia de sus helicópteros para ayudar a un grupo de infantería en penosa situación, ésta era la forma en que él pensaba en sí mismo. Fue en una de estas oportunidades, en ocasión en que la compañía de infantes de marina retenía el puesto de avanzada de Queen–to, que se hallaba en grave aprieto, cuando el hecho ocurrió.
           
El general Clayborne Mackenzie había encabezado el ataque, disparando a diestra y siniestra y cayó el ángel, directamente en el campamento de los infantes de marina. Pasó un rato antes de que ellos comprendieran qué era aquello y Mackenzie ya había vuelto a la base cuando se recibió la llamada del capitán Joe Kelly, quien estaba al frente de la unidad de infantes de marina.
            –General. Señor –dijo el capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular del teléfono y preguntó qué demonios querían–, General Mackenzie. Señor; me parecería que usted ha matado un ángel.
            –Repítalo, Capitán.
            –Un ángel, Señor.
            –¿Un qué?
            –Un ángel, Señor.
            –¿Y qué demonios es exactamente un ángel?
            –Bueno –respondió Kelly–, yo no sé exactamente cómo contestar su pregunta, Señor. Un ángel. Uno de los ángeles de Dios, señor.
            –¡No se habrá vuelto loco usted, Capitán? –rugió Mackenzie–. ¿O se le ha dado otra vez por fumar marihuana? Que Dios me perdone, pero yo previne a todos los fumadores de esa porquería que si no abandonaban ese vicio los despacharía a todos al infierno.
            –No, Señor –dijo Kelly serena y obstinadamente–. Aquí no tenemos marihuana.

            –Bueno, deme con el teniente García –gritó Mackenrie. 
           
–Habla el teniente García –dijo débilmente la voz de éste.

            –Teniente, ¿qué diablos es esto del ángel?
            –Sí, general. 
            –¿Sí, qué?
            –Es un ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong... bien, Señor, usted sencillamente mató un ángel.
           
–¡Que Dios se apiade de mí! –exclamó Mackenzie–. Voy a apalear a todos ustedes, los fumadores de marihuana, por esto que dicen. ¡Pedazo de canalla! Usted tiene mucha osadía para poner en ridículo a todo un general pero nadie me pone en ridículo a mí y se libra de un castigo. Recuérdelo bien.
            Un hecho acerca del Viejo Galleta Dura era que cuando quería que algo se hiciese, no pedía voluntarios. Lo hacía él mismo, y así fue como se dirigió a donde estaba su helicóptero y le dijo al capitán Jerry Gates, el piloto:
            –Lléveme a aquel campamento de infantes de marina de Queen–to y póngame directamente a mitad del campamento.
            –Es empresa arriesgada, General.

 
            –Su obligación es manejar ese cachivache y no darme consejos.
            Veinte minutos después el helicóptero descendía en el campamento de Oueen– to y, todo un general de rostro pétreo, se puso frente al capitán Kelly y le dijo:
            –Ahora supongo que me llevará a ver ese maldito ángel y que Dios se compadezca de usted si no lo es.
            Pero lo era; más de seis metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, de la cabeza a los pies. Los infantes de marina lo habían tapado con dos pedazos de papel alquitranado, y era una suerte para ellos que los guerrilleros del Viet Cong hubiesen desistido de tirarse contra Queen–to, o simplemente decidido no luchar por un tiempo, pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que los jóvenes podían hacer era echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de no mirar el enorme cadáver que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar de eso tampoco: pero a pesar de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban de dirigir miraditas al bulto y dos de ellos, que descorrieron el papel de manera que Mackenzie pudiera verlo, lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general; si había una cosa que no Ie gustaba, era soldados que llorasen y vivazmente dijo a Kelly:
            –Sáqueme de aquí a esos dos maricas en el acto y cuando me mande gente, quiero que sean hombres y no chicos que se hacen pis encima.
            Después inspeccionó al ángel y hasta quedó impresionado.

          
–Es un gran hijo de perra, ¿no es cierto?
            –Sí, señor. De la cabeza a los pies tiene seis metros con sesenta centímetros. Lo hemos medido.
            –¿A qué se debe que crea usted que es un ángel?
            –Bueno, eso es lo que es –dijo Kelly–. Es un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser?
            El general Mackenzie dio una vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo que admitir la lógica del pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objeto era blanco, no del blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía forma de hombre y estaba desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de plumas plegadas debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostro demasiado bello para ser humano.
            –De manera que es un ángel –dijo finalmente Mackenzie. –Sí, señor.
            –¡Un rábano es! –replicó Mackenzie–. Lo que yo veo es blanco. Un caucasiano, muerto a causa de heridas recibidas en el campo de combate. A todo esto, ¿dónde le pegué?
            –No podemos encontrar las heridas, señor.
            –¿Qué es exactamente lo que ustedes quieren decir con eso de que no encuentran las heridas? Yo no yerro nunca. Si tiro, pego.
            –Sí, señor. Pero no podemos encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muy dura. Pudo haber sido el golpe contra el suelo lo que lo mató.
            Acostumbrado a buscar por sí mismo la verdad de las cosas, Mackenzie recorrió en todo sentido el cadáver, revisándolo cuidadosamente. No había ninguna herida visible.
            –Den vuelta al ángel –ordenó Mackenzie.
            Kelly, que era un buen católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo y un ángel muerto la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo de infantes de marina, y estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpo gigantesco. Cuando Mackenzie se quejó de que unas manchas de barro dificultaban su inspección, ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco de ese lado había heridas.
            –Esta es una situación endemoniada –musitó Mackenzie, y si el capitán Kelly y el teniente García hubiesen estado más familiarizados con el humor del Viejo Galleta Dura, habrían percibido en su voz un temblor que revelaba incertidumbre. La verdad es que Mackenzie estaba un poco desconcertado.

            –
De todas maneras –decidió–, está muerto, así que envuélvanlo y métanlo en el barco.
            –¿Señor?
            –¡Maldita sea, Kelly! ¿Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que lo envuelvan y lo pongan en el barco.
            Los marinos de Queen–to se sintieron aliviados cuando vieron que la cañonera de Mackenzie desaparecía en la distancia, prefiriendo la compañía de individuos vivos del Viet Cong a la de un ángel muerto, pero el piloto del helicóptero se llevó en su vuelo todas las preocupaciones propias de un fundamentalista del Sur.
            –¿Está suficientemente demostrado que es un ángel, señor? –interrogó mirando al general.
            –Usted cuídese del camino y siga manejando el helicóptero, muchacho –le replicó el general. Una hora antes habría dicho al piloto que no metiese su nariz llena de mocos en cosas que no le incumbían, pero el ángel tuvo un efecto idiotizante en el idioma del general. Lo deprimió, y cuando el general de tres estrellas le dijo en el cuartel general: “¿Pretende decirme, Mackenzie, que usted mató de un disparo a un ángel?”, Mackenzie pudo solamente afirmar con la cabeza y sentirse abatido.
            –Bueno, señor, eso quiere decir que usted está loco.
            –El cadáver se encuentra junto a la puerta del hangar F –dijo Mackenzie–. Dejé un guardia para que lo cuide, Señor.
            El general de dos estrellas siguió al general de tres estrellas en su andar majestuoso hacia el hangar F, donde el general de tres estrellas contempló el cadáver, lo empujó con un pie, lo palpó con un dedo, tocó las plumas, tocó el cabello y después dijo:
            –¡Dios lo condene al infierno, Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí?

           
–Sí, Señor.

           

–Tiene un ángel; eso es lo que el infierno te ha proporcionado.

           

–Sí, Señor. Parecería que así es.
            –Que Dios lo maldiga, Mackenzie. Yo siempre tuve la sensación de que debía ponerme firme de una vez por todas, en vez de permitir que usted vaya dando vueltas por ahí con esas cañoneras, matando gente del Viet Cong. ¡Dios todopoderoso! Usted debería ser un hombre verdadero con sentido común en lugar de un niño idiota que quiere marcar tantos tirando al blanco y si no hubiese andado por ahí con esa cañonera, esto no habría ocurrido jamás. ¿Ahora qué diablos tengo yo que hacer? Los periodistas que nos vigilan durante la guerra son de lo más cretino que hay. ¿Cómo voy a explicarles que tenemos un ángel muerto?
            –Tal vez no lo expliquemos, señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esa maldita cosa está muerta, ¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacen los soldados; entierran a sus muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante.
            –De modo que, bueno. Lo enterramos. ¿No Mackenzie?

           
–Sí, Señor. Lo enterramos.
            –Usted es un asno, Mackenzie.
            ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que alguien le diga eso mismo? Eso es lo malo que tiene ser general en este maldito ejército, nadie le dice a nadie lo asno que es. Usted tiene dignidad.
            –No, Señor. Usted no es justo, Señor –protestó Mackenzie–.
            –Estoy tratando de ayudar. Procuro tener iniciativa en esta difícil situación.
            –Por tener iniciativa, Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí Señor, General, eso es lo que le dan. Todos los infantes de marina en Queen–to saben que usted tiró contra un ángel, lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de su helicóptero y la tripulación, lo cual quiere decir que en este momento lo sabe todo el mundo en esta base, porque cualquier cosa que aquí ocurre, el último que se entera soy yo; y esos babiecas de reporteros que están en la base ya lo saben, para no mencionar a los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo! ¡Que Dios le conserve la inocencia!
            El general de tres estrellas se llamaba Drummond, y cuando volvió a su oficina su ayudante le dijo nervioso:
            –General Drummond: hay una comisión de capellanes, señor, que insisten en verlo y están muy interesados en no sé qué cosa, y sé lo que usted siente por los capellanes: pero esto parece ser un caso especial y creo que debería verlos.
            –Los atenderé –dijo suspirando el general Drummond.
            Eran cuatro capellanes, un cura católico, un rabino, un episcopaliano y un luterano. Los capellanes metodista, bautista y presbiteriano habían querido participar de la delegación, pero el cura, que era paulista, dijo que si iban a tomar parte cinco protestantes, él quería como refuerzo un jesuita, mientras que el rabino, que era reformista, convino que contra cuatro protestantes el rabino ortodoxo debería hacer causa común con el jesuita. Consecuencia de ello fue una transacción, y se pusieron de acuerdo en permitir que el cura, padre Peter O'Malley, hablase en nombre de todos. El padre O'Malley fue directamente al asunto:
            –Según nuestros datos, General, el General Mackenzie ha derribado a uno de los sagrados ángeles de Dios. ¿Es así o no?
            –Me temo que es así –admitió Drummond.
            Siguió un largo silencio mientras el clero acopiaba su ingenio, su fe, su coraje y su asombro y entonces el padre O'Malley preguntó con voz lenta y siniestra:
           
–¿Y qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tiene cadáver?
           
–Tiene cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún, es tan grande como un elefante joven: seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia, tendido en el hangar F.
           
El padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a sus colegas protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino para preguntarle:
           
–¿Cuál es su idea, rabino Bernstein?
           
Dado que el rabino Bernstein representaba la fe más antigua que se ocupaba de ángeles, los demás se avinieron a respetar su idea.
           
–Creo que debemos verlo inmediatamente –dijo el rabino.
           
–Estoy de acuerdo –dijo el padre O'Malley.

           
Los demás clérigos se manifestaron conformes y todos se dirigieron al hangar F, viaje que no dejó de tener su dificultad, pues a esta altura los periodistas habían concentrado su atención en el suceso y el general y los sacerdotes tuvieron que soportar una especie de reto de preguntas implorantes mientras avanzaban a pie en dirección al hangar. Allí los guardias prohibieron la entrada a los periodistas y los clérigos penetraron junto con el general Drummond y el general Mackenzie y otra media docena de oficiales del Estado Mayor. El ángel estaba destapado y los hombres formaron un círculo alrededor de aquel objeto grande y bello y luego, durante cinco minutos, guardaron silencio.
           
Este silencio fue interrumpido por el padre O'Malley:            –Que Dios nos perdone –dijo.
           
Dijeron a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmente Whitcomb, el episcopaliano, dijo:
           
–Puede concebirse que sea un fenómeno natural.
           
El padre O'Malley lo contempló sin decir palabra y el rabino Bernstein suavizó el impacto formulando la observación de que aún Dios y sus ángeles sagrados podía considerarse que no son independientes de la Naturaleza. Al oír esto, el pastor Yager, el luterano, se opuso a un punto de vista tan ateístico en un momento como aquél, y el padre O'Malley replicó:
           
–¡Ya está el demonio con sus insensateces teológicas! El hecho sencillo de todo esto es que nos hallamos frente a uno de los ángeles sagrados de Dios, que nosotros, en nuestra manera animaloide de pecar, hemos asesinado. ¡Cuánta penitencia deberemos cumplir es lo que ahora interesa saber!
           
–Penitencia es su especialidad, caballeros –dijo el general Drummond–. Yo tengo aquí un problema de guerra, de periodismo y de cadáver.
           
–El cadáver, como usted lo llama –replicó el padre O'Malley– debe evidentemente ser enviado al Vaticano... inmediatamente, si quiere que le dé mi opinión.
           
–¡Oh, oh! –dijo riéndose fuertemente Whitcomb–. ¡El Vaticano! No hay discusión, no hay intercambio de opiniones... Ah, no, embarcarlo directamente al Vaticano, donde lo escondan en algún calabozo secreto junto con otras evidencias del divino favor de Dios...
           
–¡Vamos, vamos! –dijo queriendo aplacarlos el rabino Bernstein–. Somos testigos de algo inmenso y sacrosanto, y no deberíamos discutir el sitio que le conviene a esta criatura de Dios. Yo creo evidente que su lugar es Jerusalén.
           
Mientras se desenvolvía enconadamente esta discusión teológica, se le ocurrió al general Clayborne Mackenzie que sus propios puentes necesitaban reparación y se detuvo afuera en el lugar en que la prensa (acrecentada ahora por casi todos los periodistas del Vietnam) esperaba, y por supuesto, todos lo asaltaron.
           
–¿Es verdad, general?
           
–¿Qué cosa es verdad?
           
–¿Derribó usted a un ángel de un disparo?
           
–Sí, lo derribé –manifestó sin dilación el viejo guerrero.
           
–Por amor de Dios, ¿por qué lo hizo? –preguntó una fotógrafa.
           
–Fue un error –dijo modestamente el Viejo Galleta Dura.
           
–¿Quiere usted decir que no lo vio? –preguntó otra voz.
           
–No, Señor. Periférico, si usted entiende lo que quiero decir. Estaba en la cañonera ametrallando vietnamitas y... ¡pum! Allí apareció.
           
Los periodistas eran escépticos. Siguió una docena de preguntas, todas en cuanto a la forma en que se dió cuenta de que era un ángel.
           
–Usted no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro –dijo Mackenzie–. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opinión profesional.
           
Interiormente, la opinión profesional estaba dividida e indignada. Todos convenían en que el ángel era una señal, pero saber qué clase de señal era asunto muy distinto. El pastor Yager sostenía que era señal de paz y exigía un inmediato cese al fuego. Sin embargo, Whitcomb, el episcopaliano, sostenía que era simplemente una condenación por la matanza indiscriminada, mientras el rabino y el cura decían que era una señal... y punto aparte. Drummond dijo que más temprano o más tarde debería permitirse que los periodistas entrasen y que no se podía prohibir al personal de los canales que transmitiesen por televisión al ángel muerto. Whitcomb y el rabino se manifestaron conformes.
           
O'Malley y Yager pusieron objeciones. El general Robert L. Robert. del Cuerpo de Ingenieros, llegó con información secreta, en el sentido de que todo aquello era un ardid de los rusos y que el ángel era un robot; pero cuando trataron de cortar la carne para ver si el ángel sangraba o no, la piel resultó impenetrable.
           
En aquel instante el ángel se agitó, apenas una insignificancia, pero lo bastante para que los clérigos y los uniformados reunidos en torno retrocediesen de un salto para dejarle mas lugar, pues aquella forma gigantesca de seis metros con sesenta centímetros y un peso mayor de media tonelada era una cosa estando muerta y otra enteramente diferente viva. Los bíceps del ángel eran tan gruesos como un cuerpo de hombre, y su enorme y bella cabeza estaba montada en un cuello de casi un metro de diámetro. Aun los propios clérigos tenían tan confusos sus conocimientos de angelología que de ninguna manera podían precisar si un ángel se ofendería de que lo matasen a tiros. Al agitarse por segunda vez, los hombres que lo rodeaban se corrieron más atrás aún y algunos de los uniformados aflojaron sus armas, que llevaban al costado.
           
–Si esta criatura sagrada está viva –opinó valientemente el rabino Bernstein–, entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor y perdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley?
           
Así fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblemente indecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo:
           
–Sin duda. Oh, sí.
           
–¿Cómo cuernos lo sabe? –preguntó el general Drummond, aflojándose su arma–. Esa cosa que ve ahí tiene la fuerza de una topadora.
           
Temeroso de que lo venciera una combinación formada por el católico y el judío, Whitcomb avanzó decididamente y se plantó frente a Drummond, diciendo:
           
–Esa "cosa", como usted lo llama, Señor, es un ángel bendito del Todopoderoso y usted debería cuidar más su alma inmortal que el arma.
           
A lo cual. Drummond contestó gritando:
            –¿A quién cuernos cree usted que está hablando, señor... tan sólo...
           
En aquel momento el ángel se incorporó y los hombres que lo rodeaban se retiraron de otro salto para ensanchar el círculo. Varios extrajeron las armas; otros susurraron las plegarias que acertaron a recordar. El ángel, cuyos ojos eran tan azules como el cielo en Vietnam cuando no sopla el monzón y brilla el sol a través del aire limpio, no les prestó mayor atención al principio. Desplegó un ala y luego la otra, y sus grandes alas casi llenaron por completo el hangar. Hizo flexión con un brazo y luego con el otro y se irguió.
           
De pie, miró fugazmente en su torno, llevando la vista de sus ojos azules de uno a otro y, al no encontrar lo que buscaba, caminó hacia las grandes puertas deslizantes del hangar F y las abrió con un solo movimiento. Con chasquido de reguladores de acero y rechinar de engranajes, las hojas de la puerta se abrieron, mostrando a la muchedumbre de periodistas, oficiales, soldados y civiles allí congregados, la potente y brillante figura del ángel con sus seis metros sesenta centímetros de alto.
           
Ninguno se movió. El espectáculo del ángel, agachado levemente hacia adelante, sus espléndidas alas desplegadas a medias, no para el vuelo, sino equilibrándose, los mantuvo hipnóticamente fijos, y el ángel movió sus ojos, paseando su vista de rostro en rostro, hasta finalmente encontrar lo que buscaba, que no era otro que el Viejo Galleta Dura.
           
Al igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamar "el momento de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están cara a cara, con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras la muchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcados de esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta que éste se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra.
           
El ángel miró detenidamente y con dureza a Mackenzie y después suspiró y meneó de lado a lado la cabeza. La muchedumbre se retiró para dejar más lugar al ángel en el momento en que éste pasaba junto a Mackenzie y empezaba a recorrer el campo, donde, directamente en mitad de la aeropista número 1, extendió sus alas poderosas y despegó, en la forma en que un águila salta del sitio en que está encaramada para volar hacia el cielo, o, tal como algunos reporteros lo expresaron, de la manera en que una paloma vuela dulcemente.


(The general zapped an angel, 1970)

Un señor muy viejo con unas alas enormes

Un señor muy viejo con unas alas enormes
Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1927-2014)

         Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
         Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
         — Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
         Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
         El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
         Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
         Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
         El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
         El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
         Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
         Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
         Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
         Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.