La Jornada Semanal, 25 de febrero de 1996
El seis de septiembre de 1951, en la borrasca alcohólica de la que sólo salía cuando estaba drogado, William Seward Burroughs aceptó el desafío de su esposa para probar su puntería a la manera de Guillermo Tell. Joan se colocó un vaso en la cabeza ante dos testigos que seguramente pensaron que se trataba de otro de los juegos telepáticos de la pareja. Los amigos sabían que la mayor proximidad entre Joan y Bill ocurría cuando él dibujaba en un rincón las imágenes que ella le transmitía desde el rincón opuesto. La abierta homosexualidad de Burroughs y la maratónica ingestión de drogas, hacían que el contacto físico fuera la última causa para estar juntos. Quizás un aficionado a los divanes freudianos podría ver un reto sexual en la invitación a disparar. Lo cierto es que Burroughs, que admiraba a Jesse James en su doble condición de pistolero y cocainómano, se situó a tres metros de su mujer mientras ella bromeaba: "no puedo mirar, no soporto la sangre".
Estamos ante el núcleo central de la apasionante reconstrucción de Jorge García-Robles: La bala perdida. William S. Burroughs en México (1949-1952). De acuerdo con García-Robles, al jalar el gatillo "la adicción por la escritura" penetró el cuerpo de Burroughs. Años después, cuando el asesinato accidental y compartido ya no podía tener consecuencias legales, el autor de Nova Express diría que con el balazo el Espíritu Maligno se apoderó de él: la aniquilación fue el pacto fáustico que lo llevó al arte. Oliver Harris, editor de la correspondencia de Burroughs, también considera que el incidente tuvo una carga iniciática, pero su interpretación es más tranquila: "El disparo fue un punto sin retorno. Antes de eso, la biografía de Burroughs se lee como un libro de saldos con cada nueva anotación en la columna de débitos. A partir de ese momento, su vida se lee como una novela; una novela, por supuesto, que muy pocos querrían escribir y que tal vez sólo Burroughs podía vivir y sobrevivir."
Como Malcolm Lowry y Graham Greene, a los 37 años el futuro autor de El almuerzo desnudo encontró en México el infierno que buscaba. En un instante límite, el horror se mezcló con la posibilidad de trascenderlo; la muerte, con su virtual superación en la narrativa. Con cierta ironía, García-Robles afirma: "seguramente alguna naturaleza nahuálica eligió a William Seward Burroughs como vehículo para expresarle a los hombres sus mensajes chamánicos". Lo único que sabemos con certeza es que alcanzó su abismo personal en el país donde todo ocurría "sin justificación", donde el tequila y los sobornos suavizaban la desagradable realidad.
La nota de diario, donde se informa sobre el asesinato.
Entre otras cosas, La bala perdida es un documento imprescindible sobre la corrupción mexicana. El propio Burroughs contribuye al volumen con "Mi personaje inolvidable", un texto sobre Bernabé Jurado, cuyos méritos en la ignominia redefinen palabras como "impunidad" y "abogángster". Después de la muerte de Joan, Jurado sacó a Burroughs de la cárcel en sólo trece días y lo presentó en la cantina La Ópera como una prueba ambulante de su talento para pasarse a la ley por los huevos. García-Robles logra un retrato indeleble del hombre que defendió a su protagonista: "El abogado del diablo, hipertransa, avieso, rey del soborno y el chanchullo, amo de la maniobra y el capoteo de leguleyos, abogado mexicano in extremis... Se casó catorce veces... Cuando un periodista lo calumniaba, lo buscaba, le mostraba la nota infamante y se meaba en ella. El estilo de Bernabé Jurado era múltiple y siempre chueco... En un juicio le solicita al juez una prueba contra su cliente: un cheque sin fondos. Lo toma ¡y se lo come! Su cliente sale libre por falta de pruebas. Sólo una vez, Bernabé Jurado estuvo en la cárcel, un año antes de dejar el mundo. Murió en 1980, cuando en un arranque de celos mató a su esposa en un penthouse, en el número tres de las calles de Varsovia, Zona Rosa. Luego, él mismo se disparó en la sien una bala expansiva. Murió instantáneamente. Fue su última movida."
La bala perdida registra una paradoja extrema del intercambio entre México y Estados Unidos: un descastado de la cultura norteamericana, un outsider perseguido por ligas de la decencia y comandos antinarcóticos, encuentra un espacio de libertad en México, no porque la sociedad de la época fuera más tolerante, sino porque era suficientemente corrupta para que los 200 dólares mensuales que recibía de su familia compraran un destino favorable.
En sus cartas a Jack Kerouac y Allen Ginsberg, Burroughs revela un ingenuo entusiasmo inicial por México, el reino de fábula donde la droga es barata, los toros embisten con bravura en el ruedo, todo mundo lleva su pistola al aire y le dispara a quien quiera detenerlo. Poco a poco, su visión se vuelve menos idílica, más comprometida y real. Una carta de 1951 registra en tono casi épico los ambivalentes estímulos de su país de adopción: "México no es sencillo ni festivo ni bucólico. No se parece remotamente a una aldea franco-canadiense. Es un país oriental en el que se reflejan dos mil años de enfermedades y miseria y degradación y estupidez y esclavitud y brutalidad y terrorismo físico y psicológico. México es siniestro y tenebroso y caótico, con el caos propio de los sueños. A mí me encanta."
El arranque literario de Burroughs se forjó en su correspondencia con Allen Ginsberg, a quien una vez le dijo: "mi novela son las cartas que te envío". El autor de Junkie necesitó dos clases de viajes para despegar: la lejanía con Estados Unidos y la inmersión psíquica provocada por la muerte de Joan, el drama de pólvora del que sería testigo perpetuo.
Allen Ginsberg y William Burroughs
En México, Burroughs redactó varios textos: su primera novela, Junkie. Confesiones de un drogadicto irredimible (publicada en 1953), donde el testimonio supera en mucho a la inventiva literaria; Queer, concebida como un apéndice a Junkie y publicada más de treinta años después, y la correspondencia que le serviría de base para Las cartas del yagué (1963).
Primera edición de Junkie, 1953, valuada en 1300 USD
WSB usa el seudónimo de William Lee.
Link a The Manhattan Rare Book Company.
Al reconstruir la contradictoria personalidad de Burroughs, García-Robles evita la función de legislador moral; no glorifica a su protagonista como un ángel terrible que necesitó el asesinato como borrador de sus novelas, ni lo condena como un criminal digno de mejor encierro. En La bala perdida no escribe un mitógrafo, sino alguien que procura reproducir un tiempo en su abigarrada vitalidad.
Burroughs suele ser presentado como el megadicto de Saint Louis, Missouri, y México no ha sido ajeno a esta investidura: en 1971, la revista Piedra Rodante, bastión de la contracultura jipiteca, introdujo el célebre ensayo autobiográfico Deposition como la obra del "más grueso de los gruesos", algo que en ese tiempo anterior al cártel del Golfo y la narcopolítica podía significar, si no un elogio, al menos un récord pasmoso. En pleno auge de la psicodelia, Burroughs trató de desmitificar los paraísos químicos: "la adicción es tan psicológica como la malaria", dijo en su entrevista con Paris Review. Sus descripciones de personajes bajo la influencia de alguna droga rara vez son hedonistas (una frase de Las cartas del yagué podría ser su doloroso y aturdido leitmotiv: "busqué mis nembutales con dedos engarrotados"). La ocasional e inaudita belleza en las visiones del cuerpo que se arrastraen busca de una toxina que lo libre del dolor, no tiene sentido presente; es un más allá, una zona posterior a la experiencia, la Siberia que Dostoievski evoca cuando al fin puede acercar sus pies a la chimenea. Una imagen de El almuerzo desnudo resume el gélido vacío de la droga: "Rumbo al interior: una vasta subdivisión, antenas de tele hacia un cielo sin sentido."
Aunque Burroughs insista en que la adicción es una enfermedad surgida del tedio, nunca faltan críticos dispuestos a verlo como explorador trascendente. La biografía de Eric Mottram, William Burroughs: El álgebra de la necesidad, es uno de los numerosos ejemplos de esta beatificación; en la hagiografía de Mottram, el protagonista no "toma" drogas; "experimenta" con ellas.
Burroughs fue adicto hasta los 45 años. En Tánger, después de un año sin bañarse, vio que la basura de su cuarto llegaba al techo y sintió que las paredes de su estómago se pegaban por falta de alimento; en este punto sin retorno, se valió de sus últimas energías para tomar un avión a Londres y someterse al tortuoso tratamiento que lo puso del otro lado del fuego.
¿Pero quién es William Seward Burroughs; vale decir: quién es, además del hiperatacado capaz de matar moscas con su aliento? El profeta del beat nació en 1914, en Saint Louis, en el seno de una familia acomodada. Su abuelo inventó la máquina de sumar y, de acuerdo con las expectativas de la estirpe, el nieto se graduó en Harvard en literatura inglesa. Burroughs llegó a Nueva York con su eterno abrigo Chesterfield y un sombrero que lo hacía ver como empleado bancario. Conoció a Ginsberg y a Kerouac, que eran menores y más ambiciosos. Burroughs no pensaba escribir; se limitaba a contribuir con su inteligencia a los alardes de los otros. Herbert Hunck, escritor y chichifo de Times Square, le reveló la palabra beat, que entre muchas cosas significaba: "exhausto, en el fondo del mundo, capaz de mirar hacia arriba o hacia afuera, insomne, con los ojos abiertos, perceptivo, repudiado por la sociedad, dispuesto a valerse por sí mismo, con sabiduría callejera". Jack Kerouac adoptó la contraseña para bautizar al grupo de amigos como la "generación beat".
Todos quieren tomarse la foto con el Tío Bill.
Aquí David Bowie...
Y aquí Francis Bacon.
Durante casi cincuenta años, la biografía de Burroughs se escribe como una larga errancia; vivió en México, Sudamérica y Tánger en total anonimato. Mientras la novela de Kerouac En el camino y el poema de Ginsberg Aullido suscitaban salvas de admiración y desprecio, el autor de Junkie dominaba un universo del tamaño de la pipa donde fumaba insectos alucinógenos. Lejos del barullo del beat, escribió tres novelas con técnicas distintas: Junkie, un relato lineal, informativo, en primera persona; El almuerzo desnudo, una novela fragmentaria, en tercera persona, donde la realidad llega como fogonazos entre las sobredosis, y Las cartas del yagué, novela epistolar donde narra la búsqueda de una droga ceremonial en Sudamérica. Si Edmund White dijo de Jean Cocteau que jamás escribió una mala línea y jamás un gran libro, de Burroughs puede decirse que ha escrito inspiradísimas frases sueltas que en 1953 cristalizaron en una obra maestra: El almuerzo desnudo.
El título de la novela fue una idea de Kerouac (Burroughs confiesa que sólo lo entendió después de su cura de desintoxicación, cuando advirtió que en su texto lo real se mostraba a la desnuda proximidad de un tenedor). El almuerzo desnudo es un devastador carnaval del deseo, un exaltado expediente de los placeres intravenosos y rectales, un desfile de monstruos donde el espectador es despreciado e incluido como testigo necesario, una farsa recorrida por un humor corrosivo (la innegable comicidad de Burroughs es una de las virtudes que suelen ser soslayadas por quienes buscan en él a un gurú), pero, sobre todo, la novela es una catarsis personal y una refundación del lenguaje, semejante a Diario de un ladrón, de Jean Genet, o a Trópico de Capricornio, de Henry Miller.
En una ocasión, Burroughs le comentó a Ginsberg que los autores vivos que más le interesaban eran Beckett y Genet. Como Genet, el decano de los beats encontró un camino liberador en la escritura y se enfrentó a las paradojas de la aceptación: una vez convertido en causa célebre, elogiado por Marshall McLuhan, Mary McCarthy y Norman Mailer, culturalmente "absuelto", desconfió del arte que lo había encumbrado. Sin ser tan drástico como Genet (incapaz de escribir novelas fuera de la cárcel o sin la amenaza de ser detenido), Burroughs se alejó del tipo de escritura que lo transformó en la instantánea leyenda de una generación.
A partir de los años sesenta, más que en la creación de tramas y personajes se interesó en técnicas de montaje narrativo. Sus procesos de cut-up (cortar pasajes de distintos autores para yuxtaponerlos) y fold-in (doblar un texto para entresacar otro discurso) buscan resultados ajenos al temperamento, los prejuicios y las pasiones del autor. A diferencia del dadaísmo o la escritura automática, que pretenden liberar a la imaginación del papel censor de la conciencia, el método de Burroughs no apela a la subjetividad: la función del escritor consiste en llevar una bitácora en la que, en forma aleatoria, inserta recortes de periódico, anuncios de modas, fotografías, dibujos, párrafos de otros autores. El sentido último de este procedimiento es descubrir, por vía del azar, el relato oculto de la realidad. Para Paul Bowles, quien frecuentó a Burroughs en sus días de Tánger, esta técnica tiene que ver más con la plomería que con la escritura. Oliver Harris, en cambio, encuentra una causa psicológica para el cut-up: un intento de encontrar metodología en la locura.
Las técnicas de Burroughs son, ante todo, variantes narrativas del collage pictórico, pero también prefiguran el uso de las computadoras, el hipertexto, las posibilidades de mezclar la cultura del alfabeto con la cultura de la imagen. No en balde, McLuhan afirmó que el autor de Nova Express llevaba a la prosa los recursos básicos de la era eléctrica.
Iconoclasta en el más literal de los sentidos, Burroughs ha creado libros que dependen tanto de la tijera como de las imágenes y la máquina de escribir.La palabra se ha convertido para él en una maldición (el "virus" descrito en Ciudades de la noche roja) y sus fábulas, cada vez más próximas a la ciencia ficción, profetizan un venturoso futuro no verbal. Ajeno a la psicología de los personajes, Burroughs ve en los procesos mixtos de la narrativa una forma de refinar sus teorías de la percepción. Su pragmático acercamiento a la Mecánica Popular de la mente, su interés en las recetas eficaces para normar la conducta, lo han llevado a interesarse en la dianética, y a considerar que las imágenes del grupo Time-Life-Fortune forman un código de control semejante al de los códices mayas.
De manera típica, en sus tiempos de adicción a las drogas repudió el peyote y los hongos. La expansión de la conciencia y los ritos de paso estaban fuera de sus coordenadas. En una carta a Ginsberg, escribió: "El misticismo es sólo una palabra; en todos los niveles de la experiencia sólo me interesan los datos." Ajeno al sentido ritual que otros confieren a la droga, el nieto del inventor de la máquina de sumar hizo los cálculos diferenciales del delirio. No es casual que le apasionaran las cartografías, los inventarios, los manuales, las técnicas de la publicidad, ni que alguna vez considerara que Nelson Rockefeller y Paul Getty eran fascinantes sujetos narrativos. Los sistemas de control, y sobre todo las ilusiones que los hacen creíbles, tienen mucho en común con la adicción. Probablemente, la novela de Burroughs que mejor exprese este sentido alucinatorio del poder sea Nova Express, donde la "realidad" es una película biológica que proviene de un ominoso cuarto de revelado.
Creo que esta es la máquina que originalmente inventó el abuelo, luego la compañía desarrolló modelos eléctricos y hasta propulsados con gas...
Burroughs carece de la compasión, la culpabilidad y la capacidad celebratoria de Kerouac o Ginsberg. Es más cerebral, más analítico, el beat que surgió del frío. Este perfil fue captado mejor que nadie por su hijo. William Burroughs Jr. heredó la vocación por la escritura y las plurales adicciones de su padre, pero su resistencia fue menor y murió joven, dejandodos novelas promisorias, Velocidad (1970) y Jamón de Kentucky (1973). En su segundo libro, Billy recordó el viaje que hizo a Tánger a los catorce años. Aunque la trama se presta para la tragedia, está narrada con la vulnerable ironía de un J. D. Salinger. Al llegar al norte de África, Billy llevaba a cuestas la muert de su madre, haberse separado para siempre de su hermana y la lejanía del padre. En plena adolescencia quiere recuperar su origen Tánger es, ante todo, la casa de su padre, pero el viaje le depara otros encuentros: el acoso sexual de un par de ancianos amigos de su padre y la iniciación en las drogas. Con humor casi inverosímil, relata su temporada en el infierno marca William S. Burroughs, donde ningún castigo supera al de la indiferencia. Cuando el escritor se entera de las alucinaciones que su hijo tiene durante una sobredosis, dice: "son muy exactas", y continúa escribiendo a máquina.
Burroughs es una de las figuras menos edificantes del siglo. Torturador de gatos, misógino, antisemita de ocasión, procurador de drogas para su esposa y su hijo, ha vivido para violar toda tabla de la ley y cumplir con su Espíritu Maligno. Para la contracultura, es una leyenda muy superior a su obra. Archidecano de la pachequez, genera la fascinación que Sheakespeare encontró en los fantasmas: viene del país del que no hay regreso. Su habilidad para crear metáforas y apodos psicóticos lo ha convertido en padrino ideal de la cultura de masas: los grupos Steely Dan y The Soft Machine le deben sus nombres; el cineasta Ridley Scott encontró en Burroughs la expresión ideal para bautizar al cazador de replicantes: Blade Runner; el crítico Lester Bangs descubrió en El almuerzo desnudo la forma para nombrar a una corriente extrema del rock: heavy metal, y Gus van Sant le otorgó el papel de gurú de los barbitúricos en su película Drugstore Cowboy.
Autor de culto, dandy en una era del exceso y el desaliño, profeta de tecnologías por venir, Burroughs surge de la literatura y se aleja progresivamente de ella. Su visión dispersa lo ha llevado a otras zonas (o interzonas) del arte, a la pintura narrativa y los lenguajes multimedia, donde la escritura (y en ocasiones sólo las letras) es sólo un complemento. En cuanto a sus logros estrictamente literarios, conviene recordar la contundente opinión de Martin Amis: "Casi todo lo de Burroughs es basura; basura morosa, obsesiva: puedes extirparla sin que disminuya su estatus de escritor. Pero las partes buenas son buenas. Leerlo es como contemplar durante una semana un cielo impasible; cada tantas horas, se ve un pájaro; si tienes suerte, un aeroplano remontará la altura, pero las cosas permanecen monótonas, carentes de sentido. Entonces, de improviso (y no por mucho tiempo, y no por una razón coherente, y casi siempre en El almuerzo desnudo), algo sucede: de pronto, las nubes se dilatan como en la guerra y el aire se llena de portentos."
Tal vez lo que mejor identifique a Burroughs con la ciudad donde nació, sea el nombre de un avión: El Espíritu de Saint Louis, con el que Lindbergh atravesó el Atlántico. Sus libros son un viaje turbulento, descuidado, veloz, movido por el heroísmo elemental de la supervivencia. Burroughs no vio la Tierra de hombres del piloto Saint-Exupéry; no encontró la piedad ni los actos que redimen a la raza. Es el más acelerado aparato psíquico que registra la literatura, una mente en combustión destinada a imaginar, como el día fatal en que aceptó el reto de la mujer que lo quería, las posibilidades que la vida tiene de convertirse en una explosión de fulgor, y caos, y sangre.
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